Hay lugares donde la claridad es absoluta, donde la luz
calcina todo aquello sobre lo cual se posa, donde no hay un lado oculto, donde
la obviedad domina las dudas. Estos lugares cercados por los mandatos sociales,
por lo que esta bien visto y es correcto. Una educación, una religión, un sendero que me
han marcado como camino hacía la felicidad.
No tengo mucho que objetar, sería una hipócrita si dijera
que no vivo en estos mundos de plástico brillante, que no quiero pertenecer a
la verdad absoluta. No me gusta perder el control, por eso permanezco, como
muchos de ustedes en la sabiduría Express
de lo que nos mantiene andando. Bien en fila, con el pelo recogido, y una
idiota expresión de ojos achinados porque el sol de frente no nos deja ver
nada, aunque todo este al descubierto.
Pero soy conciente, porque también los transito, que están
estos sitios dibujados por la neblina y la incertidumbre, donde la luz es esa
del alba en un día de invierno. Frágiles, bellos en la vulnerabilidad de dudar,
de decir “no estoy segura”. No somos tan
claros y definidos, los objetos imprimen formas distintas, las sombras
languidecen ante la perdida de contorno y fuerza. Incluso los colores mutan. Es
aquí donde alcanzo a sospechar de su presencia conmovedora. Un faro hacía una
certeza aun oculta. Su piel de oleos y caos abstracto, su olor a manzanas y
libros viejos. Me miro en su espejo, y no tengo miedo de sentir y no ver. Me voy
en su nube de humo, en su éxtasis por crear. Por alguna razón, no busco
delinear o definir con palabras absurdas de amor o tragedia, la dejo allí en el
alba o el ocaso, difuminada por el polvo que se levanta de otros recuerdos, o
la lluvia copiosa que inunda mis deseos confusos. Siento, siento y punto. Y
vivo, y respiro. Es lo que es; un retaso
de Ornela, algo nuevo que viene a darle vida a mis ojos otra vez. Que me
conmueva, que me desgarré, pero por favor que me conmueva.