A veces me veo como un
solitario barco en la oscuridad, y aun cuando nada físico pudiera amarrarlo,
nada es más consolador que ver las luces de otros barcos navegando por el mismo
mar.
Podemos cambiar la historia. Nuestra historia. No podemos
cambiar lo vivido, pero podemos aprender de nuestra infancia, de nuestros
amores y desamores, de nuestros vínculos fallidos, del dolor de la traición y
la deslealtad, del descuido y del desamparo.
Podemos crecer. Podemos dejar de ser niños insatisfechos y
carentes para ser adultos responsables que intentan afrontar la vida con los
mejores recursos que tienen y con los que puedan aprender de los otros en su
camino de búsqueda. Ser adulto es una forma de no dejarnos solos.
Podemos darnos la oportunidad de tener algún encuentro
significativo en nuestras vidas. Un amigo, un maestro, un familiar, alguien que
funcione como el pilar a partir del cual podamos mirarnos de un modo diferente
y tejer una red de confianza y aceptación.
Podemos alojar la esperanza y entender que la incertidumbre
del mañana también puede estar a nuestro favor. Si algo bueno puede pasar, ¿por qué no nos pasaría a nosotros? Si algo
malo va a pasar, ¿por qué sufrir con anticipación por algo que quizás nunca
suceda? Podemos esperar cosas posibles, realizables. Despojar la idealización
nos permite desprendernos de esperanzas vanas que solo nos conducen a la
frustración y a la decepción.
Podemos volver a enamorarnos, pero no como la primera vez. Y
eso es una buena noticia. Quiere decir que hemos aprendido que la ilusión y la
pasión son emociones efímeras. Podemos amar de un modo más maduro, más íntegro,
más íntimo, más único. En el amor maduro el otro ya no es sustituible por
cualquiera, en la pasión el vínculo que nos une con el otro es bastante frágil,
a pesar de su intensidad.
Podemos abrazar a la soledad sin miedo a sentirnos solos.
Podemos sentir que estamos en buena compañía cuando estamos con nosotros
mismos. Recién entonces podremos sentir
que somos una buena compañía para alguien y que el otro no es una
persona “a la que hay que atrapar, convencer, manipular o presionar” para que
se quede en un vínculo.
Podemos tener una mirada diferente sobre nuestros padres y
nuestra vida. A veces, piadosa, a veces, comprensiva, pero en todo caso siempre
de aprendizaje. Sabemos que el rencor y el resentimiento nos dejan varados en
un lugar de dependencia infantil. Es como seguir esperando una indemnización
por el daño. El daño prescribe, la memoria no. Podemos recordar para no
repetir, pero podemos cicatrizar las heridas para seguir viviendo. Las marcas
serán los alertas del recuerdo que nos avisen los lugares por los que no
queremos volver a pasar. Pero ahora la responsabilidad es nuestra: se abren
todos los caminos y podemos elegir la ruta.
Podemos aceptar que las personas somos diferentes. Que
muchas veces no encontraremos reciprocidad en nuestras relaciones y que será
nuestro trabajo saber si es el lugar donde queremos quedarnos. Sabernos diferentes
y aceptarnos nos permite dejar de pelear y de tratar de forzar en el otro
aquello que nosotros hemos forzado toda nuestra vida: nuestra propia identidad.
Cuando recuperamos nuestra identidad, nuestra libertad y nuestra dignidad le
permitimos al otro ser quien es y no quien queremos que sea.
Podemos dejar la magia para los magos. La droga es la
ilusión, el remedio es la realidad. Una realidad de la que escapamos porque
duele y porque no contamos con herramientas para manejarla. Las herramientas
consisten en aprender a afrontar las emociones “duras”: la tristeza, el dolor,
la ansiedad, la angustia, el enojo, la ira, la vergüenza, el miedo. Poder
afrontar esos estados que son parte de
la vida es la mejor herramienta para que dejen de ser aterradoras. Las herramientas
serán las buenas redes vinculares.
Podemos dejar de correr, de cargar, de esforzarnos, de
sobreadaptarnos, de quejarnos, de victimizarnos, de soportar, de aguantar, de
pelear, de incomodarnos, de agotarnos, de exigirnos, de criticarnos, de avergonzarnos, de juzgarnos, de castigarnos, de desmerecernos, de lastimarnos.
Podemos alivianar nuestra vida al entender que no nos hace
falta ser perfectos para que nos amen
así como los otros a los que amamos distan bastante de serlo. Podemos aceptar
que somos vulnerables, que hay cosas que nos duelen y que es probable que no
duelan siempre.
Podemos amar sin que el amor implique, necesariamente, una
posición de sufrimiento. El amor se habrá transformado y dejará de ser un
capricho infantil, una demanda imposible de satisfacer, una obstinación en pretender
ser querido por quien no puede o no quiere amarnos.
La libertad en el amor es el único resguardo. Tener la
sensación tranquilizadora de que el otro está allí porque lo desea, porque le
hace bien y no porque nos necesita para vivir. Es un alivio saber que ninguno
de los dos es el tubo de oxígeno del otro. Si dos personas pueden separarse y
vivir sin el otro, es más probable que quieran vivir con el otro.
Un poco a razón de esto : Stop Motion "la transformación del amor" prueba 1.
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