Con los nervios entre los dedos, dejó entrever una tristeza añeja en su mirada seductora. Esa mirada de noche y luna, una de mar y ciudades, de sueños y cementerio. Al momento de levantarse, me miró, un fantasma evanescente de piel y huesos surgió de una madrugada cualquiera. Si, su sonrisa por estrenar, su frasco de corazón, su perfume a jabón y lluvia, su aliento viciado de cenizas y adrenalina, ella se sentó. La visión de un clarooscuro, de almas arrancadas a trompadas, y venas cortadas amablemente, de heroínas literarias, demonios maquillados. Un dolor penetrante, una habitación de muebles modernos y estilo nostálgico. Su cara aniñada, su cuerpo de mujer, de sexo desafiante. Había pactado con el diablo por todo aquello, por esas piernas había asesinado, por esa boca callado mil verdades. Cada libro guardaba un fragmento de su luz, cada disco una parte de su mente. Sonreía a carcajadas, y todo se volvía colorido. El día latía con fuerza a su lado, mi distancia era una rayuela para ella. Me aseguré de lastimarla para poder dejarla. Prostituta de su arte, me lamió cada herida con el flash de sus talentos, puso luz en mi oscuridad, y rompió cada promesa en el abismo del final. A oscuras permaneció mientras mi enfermedad curaba, el gemido de la pena en su boca; su penitencia de mala hija, de mentirosa y manipuladora. Pequeña de alas rotas, de infancia robada, la que se tortura en la noción de saberse inolvidable y dañina. Había algo, una fuerza emergía de sus pies, de la punta de sus dedos mientras se sacaba la bombacha para mi. Claro que lo hizo antes para otros. Me enamoró.